El destacado pianista Roberto Fonseca, en el magnífico cartel que Héctor Otero diseñara para el documental de Jorge Fuentes
Por: Joel del Río
Diario Juventud Rebelde
Pronosticar a mediados de año el balance que suele hacerse en enero-diciembre puede parecer arriesgado. Pero en términos periodísticos siempre tuve más temor al retardo que al adelanto, de modo que desde ya me atrevo a vaticinarlo: los musicales Temperamento (de estreno esta semana) y Eso que anda —visto hace unos meses en salas, pero que muy bien pudiera reponerse en cine y televisión— clasificarán entre las obras más atrayentes y singulares del documental cubano en 2010.
El primero promueve con espontánea gracia el talento musical del conjunto jazzístico homónimo, y por lo tanto obedece cumplidamente el mandato documental que dispone la revelación de algo poco conocido, o ignoto; mientras que el segundo reconfirma lo que ya sabemos: los Van Van han sido el tren musical que chapeó a su imagen y semejanza el trillo de las últimas cuatro décadas de música cubana.
El experimentado Jorge Fuentes (La gran rebelión, Volveré y seré millones) pulsa una gran gama de estilos documentales en Temperamento, desde la observación casuística de sus personajes (los cuatro integrantes del grupo) en actos irrelevantes, cotidianos; hasta la variante del material de archivo y lo performático a través de ensayos, en sus casas, o de conciertos en el teatro Mella o en La zorra y el cuervo.
No se habla mucho en el documental, y de lo poco que se habla, muy bien pudo prescindirse, o reducirse a mínima expresión, pues la esencia y el sentido de la obra laten en la ponderación del virtuosismo como ejecutantes, en la exaltación de la prodigiosa facultad improvisadora de estos intérpretes de excepción (Roberto Fonseca, piano y dirección; Javier Zalba, saxofón, flauta; Ramsés Rodríguez, percusión; Omar González, contrabajo) y el modo como la música ilumina, engrandece y acompaña el transcurrir de sus existencias sencillas, normales, cotidianas. Porque a pesar de la agilidad de la cámara en mano, y el detallismo jubiloso de la fotografía, este es un documental cuya virtud nos entra por el oído más que por los ojos.
Lo mejor del documental es el modo en que su director, cámara mediante, se ha colado entre estos músicos, y si bien apenas devela quiénes son como seres humanos, sus problemas y aspiraciones, sí nos sumerge en el trance creativo, en el instante único en que, juntos o en solitario, conjuran el milagro de una música, aplaudida y premiada mucho más fuera que dentro de Cuba.
Y entre las muchas variantes del documental que pulsa Jorge Fuentes, está el cine encuesta, cuando le pregunta a varios personajes si les gusta el jazz, y se insinúa un estilo expositivo que muy rápidamente se inhibe, porque tal vez ese pudiera ser el conflicto de otro documental, con otro estilo: ¿por qué el jazz latino, con elementos afrocubanos, o en cualquiera de sus múltiples vertientes, ha perdido la popularidad que tenía en tiempos de Irakere o Afrocuba?
Entre las reservas con Temperamento —y hablo por supuesto del documental no del grupo— aparece la dilación inmotivada de ciertas secuencias cotidianas que para colmo no tienen música ni tampoco presentan indagaciones relevantes en la vida de los músicos, y por ello se hacen particularmente cansinas. También salta a la vista la artificialidad que a veces molesta cuando se les pide a los personajes de un documental que «actúen» con naturalidad para la cámara.
Además, está la dedicación expresa a un tipo de espectador que, para gustar sobremanera del documental, tendría que preferir el latin jazz en general y la música de Temperamento, en particular. En pocas palabras, que el documental es demasiado prolijo, y digresivo, incluso cuando evidentemente se quiso adoptar visual, y narrativamente, una estructura improvisada y de variaciones sobre un tema, a la manera del jazz.
Sin embargo, quiero mencionar también dos de sus virtudes incontestables: un momento y un recurso que se sostiene en toda la obra. El momento es aquel cuando el documental se desata transitoriamente de la promoción más o menos ejemplar, y coloca una «galería» de fotos sin voz en off, solo música, que explica elocuentemente la ascendencia y los valores de esta, nacida de la relación cultural entre Cuba y Estados Unidos, pero instalada sin discusión en la médula de la cubanía.
La sucesión de imágenes es emotiva e inteligente, y permite además comprender al grupo Temperamento en su real dimensión de herederos de una tradición prestigiosa. Además, todo el tiempo, el documental respira una cierta nostalgia por la capital bohemia y nocturnal donde encontró su espacio natural este tipo de música. En La Habana de hoy gusta del jazz un grupo pequeño de iniciados y en cenáculos restringidos, cuando debiera ser de muy otra manera. Y el documental insinúa esta problemática, aunque en definitiva opte por celebrar lo que tenemos, en lugar de llorar lo que perdimos.
Por otra parte, Eso que anda, dirigido por Ian Padrón —experimentado en estas lides luego de su muy notable Fuera de liga—, fue pensado cual magnífico gesto de homenaje a los Van Van por sus 40 años abriendo brecha en la música popular cubana. Y el largometraje mantiene inocultable, todo el tiempo del metraje, su voluntad apologética.
Así cumple con creces los objetivos de hacerle justicia al grupo y de valorar el aporte sustancial de sus líderes: en primer lugar, Juan Formell, pero también otros cantantes solistas, compositores y arreglistas que ayudaron a definir el sonido Van Van, ese que se inscribió, imprescindible, en la música cubana concebida cual sello identitario.
De modo que, con una tesis tan esclarecida e innegable como la demostración de la singularidad, el renombre y los aportes de la orquesta insignia de la música popular cubana (y no digo bailable porque el término me parece reductor, y hasta peyorativo), pues quedaba puesto el firme sedimento sobre el cual se levanta el extenso, y a veces reiterativo discurrir del documental.
Porque para los millones de cubanos que pudieran, y hasta debieran, ver Eso que anda, carecerá de sorpresa la «revelación» de que la tropa de Formell, en sus diversas etapas, desde 1969 hasta el presente, logró el milagro de cambiar la sonoridad del son, y crear otros «tumbaos», y propiciar una nueva manera de bailar y cronicar la cotidianidad de la Isla, sobre todo de la capital, con enormes intensidad, eficacia y riqueza de criollísimos detalles.
Todos esos elementos, por lo regular, los maneja cualquier cubano que conozca por lo menos unas cuantas de las centenares de canciones producidas por los llamados Rolling Stone cubanos a lo largo de las últimas cuatro décadas. A la redundancia en la exposición de estos conceptos, y a la ausencia de síntesis en su exposición, es a lo que me refería antes cuando hablaba de reiteración.
Eso que anda destila incondicionales respeto y admiración por todo lo que los Van Van representan.
Tanto el uno como la otra resultan merecidísimos y todos los cubanos suscribimos similar criterio, desde la A hasta la Z. Pero me parece que esta empresa requería de otra estructura, mucho más dinámica, audaz y funcional que el contrapunto entre las imágenes de la gira por Cuba, las entrevistas a expertos y protagonistas «vanvaneros», y los imprescindibles, deliciosos, materiales de archivo.
Como recordará el lector, Fuera de liga empleaba similares recursos para potenciar los valores de ese emblema de «habaneridad» que es el equipo Industriales (Van Van es un paradigma de muy similar resonancia), sin embargo el documental sobre el béisbol era mucho más arriesgado y analítico respecto al pasado y al presente, y a los vínculos de uno con el otro. Eso que anda dedica más tiempo del necesario a mostrar demasiados conciertos, demasiado parecidos los unos a los otros, y hay demasiada gente diciendo demasiadas cosas que ya sabemos, y por tanto se echa de menos la novedad, el descubrimiento, las opiniones encontradas, el conflicto.
De vez en cuando, cuando se rozan puntos controversiales, como la salida de uno u otro miembro destacadísimo, o el futuro de la orquesta luego de sustanciales cambios en la sonoridad y estilo, el documental se reanima, y pareciera que va a balancear el análisis de temas difíciles con el consabido homenaje, pero luego todo vuelve a «tranquilizarse», y se restablece la sucesión interminable de conciertos y canciones, salpicados de momentos observacionales, y espontáneos, a los que les falta intención y propósito.
O se exceden las entrevistas cuyas preguntas se redactaron desde la complicidad o la prisa, a juzgar por las respuestas, que apenas alumbran algo que no sea antedicho y predecible. No obstante, hay verdades elementales que uno jamás debiera cansarse de repetir y de escuchar. Por eso seguramente Ian Padrón realizó este documental-acto de fe, que ojalá hubiera sabido demostrar con mayor audacia y espíritu progresivo, lo mucho hermoso y verdadero que ya muestra.
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